Concurso Microrrelatos 2
Bienvenido al Concurso De Microrrelatos

organizado por el taller Literario La Nave Fue y Volvió.

POR FAVOR, selección su opción.

8/16/2008

[NULO x3] Anuncio

El relato:

205 - Momentos Intensivos
206 - Justina
207 - El Corsé

Superan excesivamente el limite de palabras estipulado en las bases, asi que han sido colocados en un solo post. Les recuerdo de paso a los futuros participantes, que lean las bases antes de participar. Esto no es un centro para exponer cualquier clase de obras.


Y me enojo.!!!

Atte.
El Coordinador adjunto.
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MOMENTOS INTENSIVOS

a mi papá


El hospital tiene la típica construcción de la época peronista. Enorme, resistente, lúgubre. El paso de los años lo fue oscureciendo, dejándolo ahumado, descasacarando la pintura, gastando los escalones, humedeciéndolo a perpetuidad. Pero se lo ve aún imponente, su presencia habla del Estado fuerte, de los tiempos en que las cosas se hacían con materiales sólidos, mucha piedra y tejas de verdad.

Merodeándolo deambulan perros deformes; a este le falta una pata, aquel tiene sarna, el otro es ciego. Pobres hombres, de andrajosa estampa, hablan con los animales mientras soportan el frío y la humedad.

El olor a hospital, horrible, inunda su interior. Mezcla de lavandina y sopa, crece al mediodía, la hora del almuerzo. Pasan los carros destartalados por los pasillos. Todo fue bueno alguna vez: el carro, el uniforme de la enfermera, el ascensor.

Segundo piso, Terapia Intensiva. El botón rojo del ascensor debe ser pulsado varias veces en el dos para que la puerta se cierre, y queda titilando. En el piso siempre hay algo tirado o derramado. Una bolsa, un líquido, todo asquea. Una enfermera o un camillero están subiendo, siempre mirando su celular, leyendo vaya a saber qué.

Se abre la puerta y hay que salir corriendo, el botón de Mantener Abierto no está, y es imposible frenar la fuerza de la mecánica a mano.

El pasillo largo está helado. Al fondo, un grupo de gente murmura. Las luces no funcionan, o han olvidado encenderlas, y los rostros se distinguen por el reflejo de los fluorescentes que, ya dentro de Terapia, iluminan algo a través de los vidrios.

Pequeños grupitos se aúnan cabeza con cabeza, y hablan de respiradores y de enfermeras. Siempre hay alguien enojado con el personal. Uno afirma que la tomografía que dicen haberle hecho a su pariente, nunca fue realizada. Que por algo no se la mostraron, que a él no lo van a engañar. Una vieja lleva un banquito plegable, en él se sienta para esperar el parte y el horario de visita. Una mujer joven e impaciente, toca el portero eléctrico, para usarse solo en emergencias, y espera. Nadie le responde.

Sobre los azulejos blancos, cantidad de mensajes de agradecimiento llenos de faltas de ortografía y de ansiedad. La puerta vaivén tiene un cartel en cada hoja: “Sostenga la puerta. No la largue.” Sostenga la vida, no la largue.

Dentro de Terapia hace más calorcito. La médica joven se asoma: “Familiares de Martín…” Los ojos se levantan, atención, ahí llaman. “Martín!!!” repite un familiar, dándose vuelta para que el nombre llegue a los más distantes. Un jovencito pasa entre la gente, todos los días está. Se lava las manos con Pervinox y camina hacia la sala, entre los beeps y los ronquidos de los respiradores. Se pone un guardapolvo verde y se acerca a una cama, donde un cuerpo inerte lo recibe. Es una mujer. La acaricia y le hace masajes en los pies. Es su madre. ¿Es su madre? ¿Eso es su madre?

Mira ese cuerpo tan querido y descubre nuevos rasgos. Los ojos saltones…Nadie habla, todo es silencio. Las frazadas dejan escapar una mano que ha perdido su color, mientras líquidos entran y salen con cuentagotas. Unas palabras cariñosas susurradas al oído y un susto enorme. No quiero que eso me pase a mí.

Unos minutos y afuera. Algunos le preguntan, otros vuelven a mirar ansiosos a la puerta, esperando el siguiente llamado.

Tengo que traerle desodorante, se escucha, llaman a otros familiares para el parte médico. “Bueno, estamos complicados con el señor….” Dice un médico joven a cuatro pares de ojos que esperan respuestas, casi premoniciones. ¿Pero se sale de una situación así?, “Claro, no todos salen muertos de acá!!” Los familiares sonríen tímidamente.

Y se van, nos vamos, a casa, con el corazón estrujado, con la esperanza haciendo su máximo esfuerzo. Rápido, al reino de los que todavía estamos acá, tratando de olvidar esa fachada enorme y oscura lo más rápido posible, tratando de vivir sin recordar que ese Hospital sigue allí.



Escrito por Queta

USTINA


Justina era una niña de siete años, de cabello oscuro y mirada esquiva.

Sus mejillas tomaban color con dificultad, parecían rosas en un otoño permanente en el que la tibieza de los días, cada vez más cortos, era insuficiente.

Su cuerpo era huesudo, duro, lo que daba a sus movimientos cierta brusquedad que incomodaba a los adultos.

A pesar de ser una niña tranquila y sus juegos pacíficos, no pasaba día en que un objeto, generalmente costoso y delicado, sucumbiera ante su torpeza. Y, a pesar de todos sus esfuerzos, y de su gran poder de concentración, en algún momento del día la casa se sobresaltaba por el estrépito de cristales que se astillaban contra el duro suelo de granito; o tropezaba Justina con un cable y veía caer, como en cámara lenta, la bella lámpara de vitraux de la sala; o abría con demasiado entusiasmo un cajón y caían, como mil meteoritos brillantes, las cucharitas de plata de la abuela, abollándose irremediablemente.

Aún cuando dormía y sus sueños eran dulces y alegres, se veía a sí misma corriendo por verdes y esponjosos prados de césped tras una mariposa púrpura que parecía agitada por hilos invisibles, cuando una piedra inoportuna la hacía caer de bruces, agitándola en su lecho, llenándola de frustración y enojo, mientras la mariposa se alejaba risueña entre las fresias.

Los padres de Justina ya no sabían qué hacer. Amaban a su hija profundamente y habían abandonado tiempo atrás las visitas a los museos, a joyerías y bazares, a anticuarios y cristalerías, desde que tuvieron que pagar una fortuna por los fragmentos de unas copas que, estratégicamente apiladas, atraían a los transeúntes desde la vidriera.

Ana, la mamá, nunca perdía los estribos en estas ocasiones, pero esa vez apretó los dientes y sus puños se crisparon al abrir su billetera y despedirse por largo tiempo de esa sopera que le hubiera sido tan útil para llevar caliente a la mesa sus deliciosas sopas invernales. Ana creía, en el fondo de su corazón, que Justina había heredado su torpeza de su propio padre, Alberto, capitán de submarinos, que llegó a estrellar su nave contra la escollera norte por haber calculado mal las coordenadas.

Juan, el papá de la niña, tampoco se enojaba frente a los destrozos. El creía, en el fondo de su corazón, que su hija había heredado la torpeza de su hermano, que fue declarado persona no grata en los dos restaurantes de su pueblo por su falta de cálculo a la hora de pararse de su silla, después de dieciséis botellas de vino rotas y cinco pucheros revolcados entre la delicada lana de las alfombras. Sí, se decía Juan, seguramente Justina heredó tanta brusquedad de su pobre hermano Pedro.

Una tarde, mientras Ana batía en la cocina unas claras a punto nieve, vio a través de la ventana que daba al jardín, caer con los cabellos alborotados y la falda al viento a la pequeña Justina arrastrando tras ella las sábanas inmaculadas que minutos antes Ana había tendido en la terraza. Tembló de miedo por su hija, quedó paralizada por un instante. Cuando reaccionó vio a su hija sostenida en el aire por las níveas sábanas y supo lo que siempre había sabido: que a cada niño lo protege un ángel personal, esta vez disfrazado de oportuna rama “frena-caídas”. Respiró profundo y siguió batiendo, sabiendo en su corazón que algo empezaba finalmente a cambiar.

A partir de ese día, Justina desarrolló una nueva y asombrosa habilidad: podía detener en el aire la caída irremediable de cualquier objeto, incluso de ella misma y de otros niños. Es decir, su torpeza siguió siendo proverbial, pero más aún lo fue su destreza para evitar el fatal desenlace. Podía atajar hasta diez copas a la vez, con casi invisibles movimientos de brazos y salvar de caídas irremediablemente dolorosas a dos niños al mismo tiempo. Realmente era asombroso, los vecinos incrédulos se rendían ante la evidencia de sus reflejos.

Un día, Ana pisó una baldosa floja y tambaleó sobre sus tacos. La caída hubiera sido inevitable, de no ser por unas manitas sucias que la retuvieron con una fuerza inusitada.

El niño de al lado fue milagrosamente salvado de ahogarse en la piscina, la maestra de ciencias naturales pudo conservar sus probetas mejor que nunca, ya que Justina evitaba los aparentemente inevitables accidentes propios del trabajo con niños. Todos le estaban agradecidos y la respetaban.

Juan, acariciándole la cabecita que descansaba una noche en la almohada, le dijo susurrando: “Me diste una gran lección Justina; hacer de nuestros defectos un trampolín para alcanzar nuevas virtudes”. Justina sonrió y siguió durmiendo tranquilamente.


ESCRITO por Quetilla


El Corsé

Inés tenía la espalda destruida. Así lo decía, y en su gesto y en su voz las vértebras sonaban desmoronándose. Por eso debía usar un corsé, que nunca vi, sino apenas esbozado a través del encaje de la camisa blanca, inmaculada, divina; de la que el corsé quería escapar a toda costa. Hay objetos así, que no se resignan a su situación y pujan por tomar otros rumbos a los decididos por los humanos, arruinándonos hermosas veladas y distrayéndonos de profundas confesiones. Así era el corsé de Inés. En mi mente era un armazón que sostenía de su derrumbe completo una columna de anciana, de huesos gastados y hartos de mantener en pie una supuesta dignidad perdida.

No supe si se abrochaba o no. Imaginé miles de ganchitos por delante, descartando la fantasía de las cintas de raso atravesando la espalda de Inés, sobre todo ante la ausencia de doncella que pudiera ajustárselo diariamente.

En un momento ella me aseguró que era “de velcro”. No supe si se refería al material o al cierre del corsé, yo pensaba que la segunda posibilidad era la correcta, en un lejano archivo guardaba la idea de que con velcro se cerraban cosas, vaya uno a saber, el ajuste según las dimensiones de la paciente.“Abrojo” y velcro eran para mí sinónimos. Por un momento pensé que el velcro sería como el neopreno, pero cuando ella me nombró las cinco ballenas que lo hacían rígido en la espalda, deseche estos materiales, no sé porqué, pero me pareció que el neopreno de los trajes de surf no podía ser sostenido por ballenas (paradoja marina). Capaz que sí, pero en ese momento me pareció que no.

Intentaba distinguirlo con la mirada a través del encaje; poco se veía, porque Inés había colocado estratégicamente un chal negro, con flecos de seda que lo confundían todo y hacían que lo poco que alcancé a ver, no me pareciera real. Pero ahí estaba, sosteniendo esa columna “destruida” (con qué dramatismo decía Inés esta palabra)

Ella me seguía hablando y en otro momento de su monólogo sobre el corsé, esta vez refiriéndose al momento en que lo adquirió, imaginé a su hijo en uno de esos negocios de ortopedia y trusas para operados eligiéndoselo a su madre, interiorizándose en un mundo completamente nuevo de elásticos, costuras, cierres y afecciones. Pensé cómo van cambiando las cosas que son importantes en nuestras vidas. A veces, un corsé cobra un protagonismo enorme, y miles de millones de congéneres ignoran absolutamente su existencia al mismo tiempo. Y, más tarde, será un experto corsetero, conocimientos que guardará y sacará a relucir orgullosamente veinte años después, cuando lo que aprendió ya es viejo y no sirve para nada. Los corsés ya son completamente diferentes, conocimiento vano. El hijo de Inés paga y se va, doblando la bolsa para ocultar el poco masculino título impreso en la bolsa: “El mundo del corsé”. Conociendo a Inés, dudo que hubiera abierto la bolsa agradeciendo a Roberto por su excelente inversión. Imposible. Seguro sería chico, el cierre no cerraría lo suficiente, el material le daría alergia o algo así y el hijo volvería a “El mundo del corsé” donde alcanzaría ya el doctorado en esta materia; y traería a casa con uno que, sin ser por supuesto el ideal, sería “mejor que nada, pero tendría que haber ido yo”, a lo que el hijo murmuraría un “la verdad que sí”, que Inés fingiría no escuchar.

Me sigue hablando, ajena a mis pensamientos

A Inés le gustaba hacer la comida fuerte del día al mediodía. Al hijo, a la noche. Por supuesto, como buena madre, ella se sacrificaba y se iba a la cama reventando sólo para darle el gusto al primogénito, y no despreciarle la comida. Pero este sacrificio (comer de noche, a pesar de que no le gusta ir llena a la cama porque sueña y bla, bla, bla; lo aclaro porque quizá alguno no vea ningún sacrificio) debió finalizar, porque la naturaleza puso las cosas en su lugar. El hijo había cocinado, Inés comió fingiendo gusto para satisfacer al vástago, hasta que no pudo Más y le rogó al hijo que le diera un vaso de agua, mientras balbuceaba disculpas y le echaba la culpa al corsé. Inés me aseguró que la comida “no le bajaba” y que solo logró no morir ahogada cuando se lo quitó, con los dedos nerviosos y torcidos por la artrosis, desesperada en su cuarto. Al hacerlo sintió que le volvía el alma al cuerpo, que su estomago recuperaba su lugar perdido…Que de sacrificios hace una madre por su hijo. Pero Roberto se lo merecía, no como las otras desagradecidas. Ahí quise saber si dormía con el aparato puesto. “Noooo”, afirmó haciéndome sentir totalmente ignorante, parece que es obvio que no se duerme con corsé.

Y ahí está Inés en la mesa de enfrente, comiendo con el apetito de los viejos desaforados hasta que le estalle el corsé.


Escrito por Señorita Corazón



PD: Cualquier reclamo, dirigirse a Lorenzo Pablo. (XDXDXDXDXDXDXDXD)

6 criticas constructivas:

Grupo 5 dijo...

Este microrelato me ha parecido excelente!! El formato, que lo hace muy similar a una carta formal, deja de todos modos vislumbrar las penas y desventuras del personaje!!



P/D: ja ja

Anónimo dijo...

jajaja será de Pablo Sánchez? A esta altura ya se subieron demasiados cuentos que no cumplen las bases pero dería injusto dejar de subir los que vengan de ahora en más. La macana ya está hecha...De los errores se aprende, en el concurso por venir no sucederá lo mismo

Pablo Sánchez dijo...

Vero, estoy de acuerdo contigo, subir un relato que supere las palabras, un relato que tenga unas 150, 200, incluso 300 palabras.

Pero este no es el lugar para publicar Libros, Tomos, volumenes ni enciclopedias, el unicdo aporte de esos MEgarelatos el hacer mas lento la carga del blog.

Anónimo dijo...

Te entiendo Pablito

Anónimo dijo...

A pesar de todo las hitorias están buenas, creo que se podría haber reducido a cien palabras en cada caso, pero en el proceso se pierde algo. De acuerdo con el exceso pero como dije "el próximo saldrá mejor", el colcarlos dentro del concurso se debe a que me lo han mandado para tal fin y desde el principio no hemos hecho un filtro por lo que no ponerlos sería injusto, de todas maneras y apareceran los carteles de NULO y los eviaremos a otro link para que puedan ser leídos fuera de concurso.

Anónimo dijo...

qué concurso de microrrelato más raro y extenso xD